martes, 25 de enero de 2011

Fobias


Querido Fernando:

Qué sensación tan curiosa la de la fobia, sobre todo por los dos adjetivos que la acompañan siempre: absurda e inevitable. El primero la hace descartable, mientras que el segundo lo impide. En mi caso debo admitir que tengo fobia a los pelos de apariencia mojada que algunas mujeres suelen lucir en la calle. Me resulta muy desagradable calcular la sensación que esa melena húmeda debe provocar al contacto con la piel durante todo el día, sobre todo en invierno. Y lo peor es que no puedo evitar hacerlo a pesar de su falta de fundamento; he ahí la irracionalidad de la fobia.

Todo esto viene al caso de que ayer me dirigía a la cocina a preparar algo de comer -de nuevo problemas con el servicio- y cuando encontré dónde estaba dicha estancia me di cuenta de algo terrible. Llevaba en la mano un cigarrillo encendido. Paré inmediatamente. Hay gente a la que le repugna el fumar aunque disfracen esa fobia de profilaxis, y nos han metido en la cabeza que su ejercicio en determinadas áreas (por no decir todas) es asqueroso por cuanto dañino. Así las cosas, me quedé en el umbral de la puerta un buen rato meditando sobre el particular. Pensé que si el humo del tabaco está compuesto por un octavo de gases y siete de micropartículas sólidas de origen vegetal, ¿qué tiene de inmundo?

Distinto, muy distinto, sería el caso de un sujeto que aliviara su presión interna, de forma audible o no -esto es importante para el razonamiento como verás más tarde-, mientras realiza sus labores culinarias. En ese caso, el aire se vería contaminado no sólo por los gases sino también por micropartículas de heces, parte de las cuales se depositarían sobre los alimentos. El grado de repugnancia se vería aumentado por el carácter personal de la emisión, esto es, se trata de un depósito de origen humano por una parte, e individual por otra. Nos encontraríamos no sólo ante un hecho repulsivo, sino ante una intromisión de una persona en nuestra intimidad. Y no solo por eso es distinto el caso; lo es también porque si alguien fuma mientras cocina, el hecho queda patentísimo, mientras que si alguien libera silenciosamente su congoja interna, nadie fuera de un radio indeterminado de metros notará la felonía. Ojos que sí ven, oídos que no oyen.

Total, que visto lo visto y teniendo en cuenta que uno es un señor y no hace porquerías, me adentré en la cocina al tiempo que exhalaba una placentera bocanada.

Un abrazo.

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jueves, 20 de enero de 2011

Tiesos


Querido Fernando:

Te habrás enterado de que últimamente estoy llevando a cabo tareas impropias de mi condición. Pero no, no hagas caso de esas habladurías que señalan cierta precariedad económica en mi familia. La gente es muy envidiosa, sobre todo aquella que intenta paliar la falta de buena cuna a base de talonario. Catetos. Pues como te decía, tengo problemas con el servicio y me estoy viendo obligado a realizar trabajos como uno de ayer que quería referirte: Transporté un microondas estropeado al llamado Punto Limpio -no he visto un nombre más cursi, y sobre todo inapropiado, en mi vida para un sitio infecto, lleno de despojos de todo tipo, vamos, una enciclopedia de la inmundicia-. Por cierto, que se me quedó el maletero del Jaguar hecho un asco. Según mis instrucciones, debería parar en la puerta y preguntar al operario en qué contenedor tendría que depositar el fallecido. Pues con esa idea me acercaba cuando un humilde me hizo señas metros antes de la entrada. Sabes que a pesar de mi condición, no me duelen prendas en atender al pueblo, así que paré y baje la ventanilla. El hombre aquel me preguntó muy cortésmente si llevaba algo que le pudiera proporcionar unos eurillos en la chatarrería. Un microondas, dije. Está en el maletero. Sírvase. Al pobre muchacho se le iluminó la cara y se dirigió hacia la trasera del coche dando gracias. No pensaba yo que fuera para tanto hasta que reparé en la carga de su carrillo: alambres, pequeñas estructuras metálicas, restos de un ventilador... en fin, nada comparable a un microondas-horno de acero inoxidable que en su día costó más de 700 euros. El hombre tomó aquella carga pesadísima en sus brazos y en vez de depositarla en el carro, que estaba muy cerca del maletero, volvió con ella hacia la ventanilla para darme las gracias de nuevo.
Sólo al alejarme -más saludos del humilde por el retrovisor- fui consciente de su aspecto. ¿Crees que era rumano? No. ¿Gitano quizá? Tampoco. ¿Negro? Pues no. ¿Y viejo? Que no. Era un señor normal y corriente, con acento de la zona y una expresión y cortesia propias de haber pisado en su día un centro educativo, joven (unos treinta) y vestido adecuadamente, aunque con ropa de mercadillo. Eso sí, la miseria la llevaba incrustada en una pátina mugrienta que cubría ambos, piel y ropa. Había conocido tiempos mejores, estaba claro. Sólo espero que en las próximas elecciones no vote al que lo ha dejado así.

Un abrazo.

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